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Más servicio y menos sacrificio

  • Foto del escritor: Lorena Ayala
    Lorena Ayala
  • 21 nov
  • 4 Min. de lectura

Desde hace tiempo me he dado cuenta de que muchas de las ideas que cargamos acerca del amor, del acompañar y del estar para otros vienen teñidas por la noción de sacrificio. Nos enseñaron que amar implica perder algo, que ayudar implica renunciar, que servir requiere desgaste.


Afortunadamente, los animales me recuerdan constantemente que existe una manera diferente y más armoniosa de estar para alguien más y para nosotros mismos cuando conectamos desde el alma.


Esta reflexión nació de una sesión reciente que me marcó profundamente. Platiqué con una compañera animal cuyo espíritu seguía luminoso y presente. Su mamá me contó que su perrita había trascendido por un padecimiento muy específico, idéntico al que, en ese mismo periodo, había puesto en riesgo la vida de un querido miembro de su familia. Ella intuía que no era casualidad.


Por lo tanto, una de sus primeras preguntas durante la sesión para su compañera animal fue directa: “¿Tuviste algo que ver con la recuperación de mi familiar?”

Su compañera animal —a quien llamaremos Pixie— respondió sin titubeos: sí, había tenido algo que ver, pero añadió algo que se arraigó profundamente en mí, era vital que no lo viéramos como un sacrificio.


“Mi tiempo aquí ya había terminado y tuve el honor de ayudarte con eso antes de irme. Fue un servicio para mi familia, pero también para mí misma. El servicio siempre contempla el máximo beneficio para todos.”


Pixie insistió en esto: la palabra sacrificio no era correcta. El sacrificio pone el foco en lo que se pierde, en lo que se deja de hacer, en la idea de que algo se realiza en detrimento de uno mismo, y eso —desde la perspectiva del alma— no existe.


El sacrificio contrae; el servicio expande. Cuando pensamos en sacrificio, inevitablemente sentimos tensión, renuncia, culpa, obligación. Aunque se haga con amor, la energía que envuelve al sacrificio es densa y se asocia con pérdida.


El servicio, en cambio, nace del alma. No quita, no drena, no exige. El servicio expande, eleva, conecta. Servir es circular energía, no perderla y el cuerpo reconoce el servicio: se abre, se suaviza, respira.


Pixie sirvió a su familia desde un lugar de integridad espiritual. No se entregó “en contra de sí misma”, completó un acuerdo del alma.


El sacrificio crea distancia; el servicio crea reciprocidad. Cuando decimos “me sacrifiqué por ti”, incluso sin querer, creamos una separación, un antes y un después, una deuda emocional. Sin embargo, cuando hablamos en términos de servicio, ocurre lo contrario: se abre un espacio donde ambas almas son partícipes de un movimiento que beneficia a todos. No hay deuda, hay intercambio. No hay renuncia, hay propósito.


Pixie quería ser vista desde ese lugar: desde la honra, no desde la lástima porque sacrificar convierte al otro en víctima mientras que servir reconoce el poder creador de su alma.

¿Cuántas veces escuchamos comentarios como estos? “Pobre, se sacrificó.”“Mira, qué injusto lo que tuvo que vivir.”  Sin darnos cuenta, colocamos a ese ser —humano o animal— en un papel de víctima. No obstante, a nivel del alma tampoco existe la víctima, existe el aprendizaje, el servicio, la expansión.


Pixie estaba orgullosa del servicio que brindó. La idea de que se había “sacrificado” la empequeñecía, la hacía menos de lo que realmente era. Ella quería que su historia se contara desde la grandeza del alma, no desde la narrativa del dolor.


A menudo olvidamos que somos alma viviendo una experiencia material. Lo que vemos, lo que sentimos, lo que duele… pesa más porque es tangible, pero detrás de eso hay una historia mayor: la historia del alma.


Los animales constantemente me recuerdan que la vida no es solamente lo que nuestros sentidos perciben. Existen acuerdos, caminos, decisiones que no siempre entendemos desde el cuerpo, pero que tienen un propósito más amplio. Honrar esa perspectiva es honrar la vida misma.


No siempre podemos evitar escuchar historias duras o enterarnos de noticias desalentadoras y cuando eso sucede podemos decir o pensar: “Pobrecitos, cuánto sufren.” Esto lo expresamos con empatía, pero esta observación puede ser desempoderante para el otro.


Lo que nosotros percibimos como dolor desde nuestra parte física para el alma puede ser crecimiento. Las experiencias difíciles —sí, incluso esas que nos desgarran— pueden estar al servicio de un plan más amplio y no ser un castigo ni una tragedia gratuita.


Como ya propuse en una entrada anterior, las palabras son energía, y cambiarlas tiene el poder de ir moldeando el filtro a través del cual miramos la vida. Decir servicio en lugar de sacrificio libera, honra, eleva, nos regresa a nuestro centro. Asimismo, nos ayuda a salir del papel de víctimas y nos recuerda que el alma siempre sabe lo que hace.


Servir —en vez de sacrificarse— nos invita a mirar la experiencia desde lo que se gana, desde lo que se ofrece, desde el propósito que se revela, aunque no siempre lo comprendamos al inicio. Es mirar la vida con la dignidad del alma, no con el drama del ego.


Por ello, si alguna vez sienten que están “por sacrificarse”, los invito a que se detengan un momento y se pregunten: ¿Cómo puede este acto servir al otro… y también servirme a mí? Porque cuando cambia el enfoque, cambia la experiencia y desde ahí, la vida se vuelve un camino más coherente, más ligero y más auténtico para todos. Les propongo permitir que el servicio sea uno de los puentes que nos devuelvan siempre al alma.

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